“El día que dejemos de soñar el mundo se parará, pues son los sueños los que nos hacen caminar”
Quibiro Güey
El día que John J. Kuiper llegó la vida brillaba de otra manera, la niebla acariciaba la zona peatonal y las luces refulgían tintineantes sobre las cabezas de los viandantes.
El coso ofrecía todo tipo de productos a los paseantes que se apresuraban en adquirir los últimos regalos de navidad y grandes bolas de luz adornaban el corazón de una ciudad animada y alegre aquel 23 de Diciembre de 2014.
Un niño sonreía y jugaba con los restos de un espumillón caído de un árbol de metal. Dos ancianos paseaban entre el frío disfrutando de las vísperas del rencuentro con los hijos y nietos que llegaban de fuera.
Al abrigo de un portal entre una boutique y una tienda de regalos dos adolescentes se repartían una baraja de besos entre risas y canciones navideñas.
John había llegado a la capital oscense ilusionado por conocer la tierra de uno de los personajes más grandes que habían existido, el doctor Santiago Ramón y Cajal, genial humanista y avezado científico impulsor de la “doctrina de la neurona”. Conocía a fondo la historia de este ilustre aragonés y deseaba sumergirse en la tierra en la que había vivido.
Este neoyorkino se había hecho rico con una exitosa agencia de comunicación, sita en el número 7 de la Madison Avenue en Nueva York. La gente de Kuiper and Co. había dominado el sector de la publicidad durante muchos años.
Era un hombre hecho a sí mismo, adicto al éxito y al trabajo. De grandes ojos y nariz aguileña dispuesta a olfatear y detectar cualquier oportunidad de negocio. Un rostro de búho que le otorgaba una sabiduría acorde con la realidad.
Nunca había tenido tiempo para nada que no fuera convertible en dinero. El pasado no existía y su presente sólo servía si era posible canjearlo por dólares americanos. Hundía sus penas en whisky de centeno y su potente personalidad ocultaba ese complejo de inferioridad que tienen aquellos que hace tiempo dejaron de soñar.
Ahora era un hombre distinto, quería disfrutar de cada respiración, del vaho que salía de su boca en esa fría tarde, de la sonrisa del pequeño que jugueteaba con un globo frente a una oficina de correos, de las luces de un tiovivo que se diluían entre canciones infantiles y el olor a churros recién hechos. Era un ser nuevo con el alma de niño, soñador, alguien preocupado de lo que realmente importa que, por fin, vivía en paz consigo mismo.
Por una pronunciada cuesta descendía un extraño vehículo conducido por un duende bullicioso que repartía caramelos entre los niños. Ojos infantiles que brillaban mientras las manos recogían el dulce tesoro.
El señor Kuiper sonreía y su cara se iluminaba. Las saetas descontaban las siete en el blanco edificio del casino. En otra época hubiera mirado su reloj Elgin para no llegar tarde a su enésima reunión apurando un Lucky Strike mientras corría por la Sexta Avenida.
Pero en este momento el dinero y su trabajo ya nada importaban, carecían de valor desde que su corazón castigado había dejado de funcionar una mañana de 1957. Un paro cardiaco se lo llevo analizando los resultados de su última campaña.
Lo realmente importante se había quedado por el camino y desde entonces vagaba disfrutando de aquellas pequeñas cosas que daban sentido a una existencia que ya no era tal.
Ahora sentía pena de los que como él no eran capaces de apreciar el verdadero valor de lo cotidiano. Respirar un amanecer o sentir el aroma de la hierba mojada mientras un sol incandescente se funde con la tierra. Compartir la risa de un niño y por supuesto nunca, nunca perder la capacidad de soñar.
De aquellos que muchas veces habían perdido el verdadero norte confundiendo lo que de verdad importa, en un devenir caprichoso y altanero donde merece la pena disfrutar de cada segundo y dar gracias por cada nuevo amanecer.
Felices Fiestas a todos. Salud, alegría y mucha vida.
Leave a Reply